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08 Feb 2012, 9:05 PM | |
Carta apostólica en
forma de Motu proprio Porta fidei Del Sumo Pontífice
Benedicto XVI Con la que se convoca el
Año de la fe 1. «La puerta de la fe» (cf. Hch 14, 27), que introduce en la vida
de comunión con Dios y permite la entrada en su Iglesia, está siempre abierta
para nosotros. Se cruza ese umbral cuando la Palabra de Dios se anuncia y el
corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Atravesar esa puerta
supone emprender un camino que dura toda la vida. Éste empieza con el bautismo
(cf. Rm 6, 4), con el que podemos llamar a Dios con el nombre de Padre, y se
concluye con el paso de la muerte a la vida eterna, fruto de la resurrección
del Señor Jesús que, con el don del Espíritu Santo, ha querido unir en su misma
gloria a cuantos creen en él (cf. Jn 17, 22). Profesar la fe en la Trinidad
–Padre, Hijo y Espíritu Santo –equivale a creer en un solo Dios que es Amor
(cf. 1 Jn 4, 8): el Padre, que en la plenitud de los tiempos envió a su Hijo
para nuestra salvación; Jesucristo, que en el misterio de su muerte y
resurrección redimió al mundo; el Espíritu Santo, que guía a la Iglesia a
través de los siglos en la espera del retorno glorioso del Señor. 2. Desde el comienzo de mi ministerio como Sucesor de Pedro, he
recordado la exigencia de redescubrir el camino de la fe para iluminar de
manera cada vez más clara la alegría y el entusiasmo renovado del encuentro con
Cristo. En la homilía de la santa Misa de inicio del Pontificado decía: «La
Iglesia en su conjunto, y en ella sus pastores, como Cristo han de ponerse en
camino para rescatar a los hombres del desierto y conducirlos al lugar de la
vida, hacia la amistad con el Hijo de Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y
la vida en plenitud».1 Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se
preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su
compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto
obvio de la vida común. De hecho, este presupuesto no sólo no aparece como tal,
sino que incluso con frecuencia es negado.2 Mientras que en el pasado era
posible reconocer un tejido cultural unitario, ampliamente aceptado en su
referencia al contenido de la fe y a los valores inspirados por ella, hoy no
parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una
profunda crisis de fe que afecta a muchas personas. 3. No podemos dejar que la sal se vuelva sosa y la luz permanezca
oculta (cf. Mt 5, 13-16). Como la samaritana, también el hombre actual puede
sentir de nuevo la necesidad de acercarse al pozo para escuchar a Jesús, que
invita a creer en él y a extraer el agua viva que mana de su fuente (cf. Jn 4,
14). Debemos descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de
Dios, transmitida fielmente por la Iglesia, y el Pan de la vida, ofrecido como
sustento a todos los que son sus discípulos (cf. Jn 6, 51). En efecto, la
enseñanza de Jesús resuena todavía hoy con la misma fuerza: «Trabajad no por el
alimento que perece, sino por el alimento que perdura para la vida eterna» (Jn
6, 27). La pregunta planteada por los que lo escuchaban es también hoy la misma
para nosotros: « ¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?» (Jn
6, 28). Sabemos la respuesta de Jesús: «La obra de Dios es ésta: que creáis en
el que él ha enviado» (Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino
para poder llegar de modo definitivo a la salvación. 4. A la luz de todo esto, he decidido convocar un Año de la fe.
Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura
del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Jesucristo, Rey del
Universo, el 24 de noviembre de 2013. En la fecha del 11 de octubre de 2012, se
celebrarán también los veinte años de la publicación del Catecismo de la
Iglesia Católica, promulgado por mi Predecesor, el beato Papa Juan Pablo II, 3
con la intención de ilustrar a todos los fieles la fuerza y belleza de la fe.
Este documento, auténtico fruto del Concilio Vaticano II, fue querido por el
Sínodo Extraordinario de los Obispos de 1985 como instrumento al servicio de la
catequesis, 4 realizándose mediante la colaboración de todo el Episcopado de la
Iglesia católica. Y precisamente he convocado la Asamblea General del Sínodo de
los Obispos, en el mes de octubre de 2012, sobre el tema de La nueva
evangelización para la transmisión de la fe cristiana. Será una buena ocasión
para introducir a todo el cuerpo eclesial en un tiempo de especial reflexión y
redescubrimiento de la fe. No es la primera vez que la Iglesia está llamada a
celebrar un Año de la fe. Mi venerado Predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI,
proclamó uno parecido en 1967, para conmemorar el martirio de los apóstoles
Pedro y Pablo en el décimo noveno centenario de su supremo testimonio. Lo
concibió como un momento solemne para que en toda la Iglesia se diese «una
auténtica y sincera profesión de la misma fe»; además, quiso que ésta fuera
confirmada de manera «individual y colectiva, libre y consciente, interior y
exterior, humilde y franca».5 Pensaba que de esa manera toda la Iglesia podría
adquirir una «exacta conciencia de su fe, para reanimarla, para purificarla,
para confirmarla y para confesarla».6 Las grandes transformaciones que tuvieron
lugar en aquel Año, hicieron que la necesidad de dicha celebración fuera
todavía más evidente. Ésta concluyó con la Profesión de fe del Pueblo de Dios,7
para testimoniar cómo los contenidos esenciales que desde siglos constituyen el
patrimonio de todos los creyentes tienen necesidad de ser confirmados,
comprendidos y profundizados de manera siempre nueva, con el fin de dar un
testimonio coherente en condiciones históricas distintas a las del pasado. 5. En ciertos aspectos, mi Venerado Predecesor vio ese Año como
una «consecuencia y exigencia postconciliar»,8 consciente de las graves
dificultades del tiempo, sobre todo con respecto a la profesión de la fe
verdadera y a su recta interpretación. He pensado que iniciar el Año de la fe
coincidiendo con el cincuentenario de la apertura del Concilio Vaticano II
puede ser una ocasión propicia para comprender que los textos dejados en
herencia por los Padres conciliares, según las palabras del beato Juan Pablo
II, «no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera
apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y
normativos del Magisterio, dentro de la Tradición de la Iglesia. […] Siento más
que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la
Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido
una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza».9 Yo
también deseo reafirmar con fuerza lo que dije a propósito del Concilio pocos
meses después de mi elección como Sucesor de Pedro: «Si lo leemos y acogemos
guiados por una hermenéutica correcta, puede ser y llegar a ser cada vez más una
gran fuerza para la renovación siempre necesaria de la Iglesia».10 6. La renovación de la Iglesia pasa también a través del
testimonio ofrecido por la vida de los creyentes: con su misma existencia en el
mundo, los cristianos están llamados efectivamente a hacer resplandecer la
Palabra de verdad que el Señor Jesús nos dejó. Precisamente el Concilio, en la
Constitución dogmática Lumen Gentium, afirmaba: «Mientras que Cristo,
"santo, inocente, sin mancha" (Hb 7, 26), no conoció el pecado (cf. 2
Co 5, 21), sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo (cf. Hb 2,
17), la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y
siempre necesitada de purificación, y busca sin cesar la conversión y la
renovación. La Iglesia continúa su peregrinación "en medio de las
persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios", anunciando la cruz y
la muerte del Señor hasta que vuelva (cf. 1 Co 11, 26). Se siente fortalecida
con la fuerza del Señor resucitado para poder superar con paciencia y amor todos
los sufrimientos y dificultades, tanto interiores como exteriores, y revelar en
el mundo el misterio de Cristo, aunque bajo sombras, sin embargo, con fidelidad
hasta que al final se manifieste a plena luz».11 En esta perspectiva, el Año de la fe es una invitación a una
auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo. Dios, en el
misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva
y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados
(cf. Hch 5, 31). Para el apóstol Pablo, este Amor lleva al hombre a una nueva
vida: «Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo
mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así
también nosotros andemos en una vida nueva» (Rm 6, 4). Gracias a la fe, esta
vida nueva plasma toda la existencia humana en la novedad radical de la
resurrección. En la medida de su disponibilidad libre, los pensamientos y los
afectos, la mentalidad y el comportamiento del hombre se purifican y
transforman lentamente, en un proceso que no termina de cumplirse totalmente en
esta vida. La «fe que actúa por el amor» (Ga 5, 6) se convierte en un nuevo
criterio de pensamiento y de acción que cambia toda la vida del hombre (cf. Rm
12, 2; Col 3, 9-10; Ef 4, 20-29; 2 Co 5, 17). 7. «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14): es el amor de Cristo
el que llena nuestros corazones y nos impulsa a evangelizar. Hoy como ayer, él
nos envía por los caminos del mundo para proclamar su Evangelio a todos los
pueblos de la tierra (cf. Mt 28, 19). Con su amor, Jesucristo atrae hacia sí a
los hombres de cada generación: en todo tiempo, convoca a la Iglesia y le
confía el anuncio del Evangelio, con un mandato que es siempre nuevo. Por eso,
también hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una
nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar
el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca
fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar.
La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se
recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos,
porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo:
en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la
invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos. Como afirma
san Agustín, los creyentes «se fortalecen creyendo».12 El santo Obispo de
Hipona tenía buenos motivos para expresarse de esta manera. Como sabemos, su
vida fue una búsqueda continua de la belleza de la fe hasta que su corazón
encontró descanso en Dios.13 Sus numerosos escritos, en los que explica la
importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un
patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que
buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la «puerta de la fe». Así, la fe sólo crece y se fortalece creyendo; no hay otra
posibilidad para poseer la certeza sobre la propia vida que abandonarse, en un
in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como
más grande porque tiene su origen en Dios. 8. En esta feliz conmemoración, deseo invitar a los hermanos Obispos
de todo el Orbe a que se unan al Sucesor de Pedro en el tiempo de gracia
espiritual que el Señor nos ofrece para rememorar el don precioso de la fe.
Queremos celebrar este Año de manera digna y fecunda. Habrá que intensificar la
reflexión sobre la fe para ayudar a todos los creyentes en Cristo a que su
adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento
de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo. Tendremos la
oportunidad de confesar la fe en el Señor Resucitado en nuestras catedrales e
iglesias de todo el mundo; en nuestras casas y con nuestras familias, para que
cada uno sienta con fuerza la exigencia de conocer y transmitir mejor a las
generaciones futuras la fe de siempre. En este Año, las comunidades religiosas,
así como las parroquiales, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas,
encontrarán la manera de profesar públicamente el Credo. 9. Deseamos que este Año suscite en todo creyente la aspiración a
confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza.
Será también una ocasión propicia para intensificar la celebración de la fe en
la liturgia, y de modo particular en la Eucaristía, que es «la cumbre a la que
tiende la acción de la Iglesia y también la fuente de donde mana toda su
fuerza».14 Al mismo tiempo, esperamos que el testimonio de vida de los
creyentes sea cada vez más creíble. Redescubrir los contenidos de la fe
profesada, celebrada, vivida y rezada,15 y reflexionar sobre el mismo acto con
el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre
todo en este Año. No por casualidad, los cristianos en los primeros siglos estaban
obligados a aprender de memoria el Credo. Esto les servía como oración
cotidiana para no olvidar el compromiso asumido con el bautismo. San Agustín lo
recuerda con unas palabras de profundo significado, cuando en un sermón sobre
la redditio symboli, la entrega del Credo, dice: «El símbolo del sacrosanto
misterio que recibisteis todos a la vez y que hoy habéis recitado uno a uno, no
es otra cosa que las palabras en las que se apoya sólidamente la fe de la
Iglesia, nuestra madre, sobre la base inconmovible que es Cristo el Señor. […]
Recibisteis y recitasteis algo que debéis retener siempre en vuestra mente y
corazón y repetir en vuestro lecho; algo sobre lo que tenéis que pensar cuando
estáis en la calle y que no debéis olvidar ni cuando coméis, de forma que,
incluso cuando dormís corporalmente, vigiléis con el corazón».16 10. En este sentido, quisiera esbozar un camino que sea útil para
comprender de manera más profunda no sólo los contenidos de la fe sino,
juntamente también con eso, el acto con el que decidimos de entregarnos
totalmente y con plena libertad a Dios. En efecto, existe una unidad profunda
entre el acto con el que se cree y los contenidos a los que prestamos nuestro
asentimiento. El apóstol Pablo nos ayuda a entrar dentro de esta realidad
cuando escribe: «con el corazón se cree y con los labios se profesa» (cf. Rm
10, 10). El corazón indica que el primer acto con el que se llega a la fe es
don de Dios y acción de la gracia que actúa y transforma a la persona hasta en
lo más íntimo. A este propósito, el ejemplo de Lidia es muy elocuente. Cuenta san
Lucas que Pablo, mientras se encontraba en Filipos, fue un sábado a anunciar el
Evangelio a algunas mujeres; entre estas estaba Lidia y el «Señor le abrió el
corazón para que aceptara lo que decía Pablo» (Hch 16, 14). El sentido que
encierra la expresión es importante. San Lucas enseña que el conocimiento de
los contenidos que se han de creer no es suficiente si después el corazón,
auténtico sagrario de la persona, no está abierto por la gracia que permite
tener ojos para mirar en profundidad y comprender que lo que se ha anunciado es
la Palabra de Dios. Profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un
testimonio y un compromiso público. El cristiano no puede pensar nunca que
creer es un hecho privado. La fe es decidirse a estar con el Señor para vivir
con él. Y este «estar con él» nos lleva a comprender las razones por las que se
cree. La fe, precisamente porque es un acto de la libertad, exige también la
responsabilidad social de lo que se cree. La Iglesia en el día de Pentecostés
muestra con toda evidencia esta dimensión pública del creer y del anunciar a
todos sin temor la propia fe. Es el don del Espíritu Santo el que capacita para
la misión y fortalece nuestro testimonio, haciéndolo franco y valeroso. La misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo
comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia. En la fe de la
comunidad cristiana cada uno recibe el bautismo, signo eficaz de la entrada en
el pueblo de los creyentes para alcanzar la salvación. Como afirma el Catecismo
de la Iglesia Católica: «"Creo": Es la fe de la Iglesia profesada
personalmente por cada creyente, principalmente en su bautismo.
"Creemos": Es la fe de la Iglesia confesada por los obispos reunidos
en Concilio o, más generalmente, por la asamblea litúrgica de los creyentes.
"Creo", es también la Iglesia, nuestra Madre, que responde a Dios por
su fe y que nos enseña a decir: "creo", "creemos"».17 Como se puede ver, el conocimiento de los contenidos de la fe es
esencial para dar el propio asentimiento, es decir, para adherirse plenamente
con la inteligencia y la voluntad a lo que propone la Iglesia. El conocimiento
de la fe introduce en la totalidad del misterio salvífico revelado por Dios. El
asentimiento que se presta implica por tanto que, cuando se cree, se acepta
libremente todo el misterio de la fe, ya que quien garantiza su verdad es Dios
mismo que se revela y da a conocer su misterio de amor.18 Por otra parte, no podemos olvidar que muchas personas en nuestro
contexto cultural, aun no reconociendo en ellos el don de la fe, buscan con
sinceridad el sentido último y la verdad definitiva de su existencia y del
mundo. Esta búsqueda es un auténtico «preámbulo» de la fe, porque lleva a las
personas por el camino que conduce al misterio de Dios. La misma razón del
hombre, en efecto, lleva inscrita la exigencia de «lo que vale y permanece
siempre».19 Esta exigencia constituye una invitación permanente, inscrita
indeleblemente en el corazón humano, a ponerse en camino para encontrar a Aquel
que no buscaríamos si no hubiera ya venido.20 La fe nos invita y nos abre
totalmente a este encuentro. 11. Para acceder a un conocimiento sistemático del contenido de la
fe, todos pueden encontrar en el Catecismo de la Iglesia Católica un subsidio
precioso e indispensable. Es uno de los frutos más importantes del Concilio
Vaticano II. En la Constitución apostólica Fidei depositum, firmada
precisamente al cumplirse el trigésimo aniversario de la apertura del Concilio
Vaticano II, el beato Juan Pablo II escribía: «Este Catecismo es una
contribución importantísima a la obra de renovación de la vida eclesial... Lo
declaro como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido
y legítimo al servicio de la comunión eclesial».21 Precisamente en este horizonte, el Año de la fe deberá expresar un
compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de
la fe, sintetizados sistemática y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia
Católica. En efecto, en él se pone de manifiesto la riqueza de la enseñanza que
la Iglesia ha recibido, custodiado y ofrecido en sus dos mil años de historia.
Desde la Sagrada Escritura a los Padres de la Iglesia, de los Maestros de
teología a los Santos de todos los siglos, el Catecismo ofrece una memoria
permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y
ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de
fe. En su misma estructura, el Catecismo de la Iglesia Católica
presenta el desarrollo de la fe hasta abordar los grandes temas de la vida
cotidiana. A través de sus páginas se descubre que todo lo que se presenta no
es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia. A la
profesión de fe, de hecho, sigue la explicación de la vida sacramental, en la
que Cristo está presente y actúa, y continúa la construcción de su Iglesia. Sin
la liturgia y los sacramentos, la profesión de fe no tendría eficacia, pues
carecería de la gracia que sostiene el testimonio de los cristianos. Del mismo
modo, la enseñanza del Catecismo sobre la vida moral adquiere su pleno sentido
cuando se pone en relación con la fe, la liturgia y la oración. 12. Así, pues, el Catecismo de la Iglesia Católica podrá ser en
este Año un verdadero instrumento de apoyo a la fe, especialmente para quienes
se preocupan por la formación de los cristianos, tan importante en nuestro
contexto cultural. Para ello, he invitado a la Congregación para la Doctrina de
la Fe a que, de acuerdo con los Dicasterios competentes de la Santa Sede,
redacte una Nota con la que se ofrezca a la Iglesia y a los creyentes algunas indicaciones
para vivir este Año de la fe de la manera más eficaz y apropiada, ayudándoles a
creer y evangelizar. En efecto, la fe está sometida más que en el pasado a una serie de
interrogantes que provienen de un cambio de mentalidad que, sobre todo hoy,
reduce el ámbito de las certezas racionales al de los logros científicos y
tecnológicos. Pero la Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe
y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas, aunque
por caminos distintos, tienden a la verdad.22 13. A lo largo de este Año, será decisivo volver a recorrer la
historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse
de la santidad y el pecado. Mientras lo primero pone de relieve la gran
contribución que los hombres y las mujeres han ofrecido para el crecimiento y
desarrollo de las comunidades a través del testimonio de su vida, lo segundo
debe suscitar en cada uno un sincero y constante acto de conversión, con el fin
de experimentar la misericordia del Padre que sale al encuentro de todos. Durante este tiempo, tendremos la mirada fija en Jesucristo, «que
inició y completa nuestra fe» (Hb 12, 2): en él encuentra su cumplimiento todo
afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al
drama del sufrimiento y el dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida
y la victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento
en el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con
nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su
resurrección. En él, muerto y resucitado por nuestra salvación, se iluminan
plenamente los ejemplos de fe que han marcado los últimos dos mil años de
nuestra historia de salvación. Por la fe, María acogió la palabra del Ángel y creyó en el anuncio
de que sería la Madre de Dios en la obediencia de su entrega (cf. Lc 1, 38). En
la visita a Isabel entonó su canto de alabanza al Omnipotente por las
maravillas que hace en quienes se encomiendan a Él (cf. Lc 1, 46-55). Con gozo
y temblor dio a luz a su único hijo, manteniendo intacta su virginidad (cf. Lc
2, 6-7). Confiada en su esposo José, llevó a Jesús a Egipto para salvarlo de la
persecución de Herodes (cf. Mt 2, 13-15). Con la misma fe siguió al Señor en su
predicación y permaneció con él hasta el Calvario (cf. Jn 19, 25-27). Con fe,
María saboreó los frutos de la resurrección de Jesús y, guardando todos los
recuerdos en su corazón (cf. Lc 2, 19.51), los transmitió a los Doce, reunidos
con ella en el Cenáculo para recibir el Espíritu Santo (cf. Hch 1, 14; 2, 1-4). Por la fe, los Apóstoles dejaron todo para seguir al Maestro (cf.
Mt 10, 28). Creyeron en las palabras con las que anunciaba el Reino de Dios,
que está presente y se realiza en su persona (cf. Lc 11, 20). Vivieron en
comunión de vida con Jesús, que los instruía con sus enseñanzas, dejándoles una
nueva regla de vida por la que serían reconocidos como sus discípulos después
de su muerte (cf. Jn 13, 34-35). Por la fe, fueron por el mundo entero,
siguiendo el mandato de llevar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) y,
sin temor alguno, anunciaron a todos la alegría de la resurrección, de la que
fueron testigos fieles. Por la fe, los discípulos formaron la primera comunidad reunida en
torno a la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la celebración de la
Eucaristía, poniendo en común todos sus bienes para atender las necesidades de
los hermanos (cf. Hch 2, 42-47). Por la fe, los mártires entregaron su vida como testimonio de la
verdad del Evangelio, que los había trasformado y hecho capaces de llegar hasta
el mayor don del amor con el perdón de sus perseguidores. Por la fe, hombres y mujeres han consagrado su vida a Cristo,
dejando todo para vivir en la sencillez evangélica la obediencia, la pobreza y
la castidad, signos concretos de la espera del Señor que no tarda en llegar.
Por la fe, muchos cristianos han promovido acciones en favor de la justicia,
para hacer concreta la palabra del Señor, que ha venido a proclamar la
liberación de los oprimidos y un año de gracia para todos (cf. Lc 4, 18-19). Por la fe, hombres y mujeres de toda edad, cuyos nombres están
escritos en el libro de la vida (cf. Ap 7, 9; 13, 8), han confesado a lo largo
de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a
dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida
pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban. También nosotros vivimos por la fe: para el reconocimiento vivo
del Señor Jesús, presente en nuestras vidas y en la historia. 14. El Año de la fe será también una buena oportunidad para
intensificar el testimonio de la caridad. San Pablo nos recuerda: «Ahora
subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de ellas
es la caridad» (1 Co 13, 13). Con palabras aún más fuertes —que siempre atañen
a los cristianos—, el apóstol Santiago dice: « ¿De qué le sirve a uno, hermanos
míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe? Si
un hermano o una hermana andan desnudos y faltos de alimento diario y alguno de
vosotros les dice: "Id en paz, abrigaos y saciaos", pero no les da lo
necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no se tienen
obras, está muerta por dentro. Pero alguno dirá: "Tú tienes fe y yo tengo
obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la
fe"» (St 2, 14-18). La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un
sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente,
de modo que una permite a la otra seguir su camino. En efecto, muchos
cristianos dedican sus vidas con amor a quien está solo, marginado o excluido,
como el primero a quien hay que atender y el más importante que socorrer,
porque precisamente en él se refleja el rostro mismo de Cristo. Gracias a la fe
podemos reconocer en quienes piden nuestro amor el rostro del Señor resucitado.
«Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo
lo hicisteis» (Mt 25, 40): estas palabras suyas son una advertencia que no se
ha de olvidar, y una invitación perenne a devolver ese amor con el que él cuida
de nosotros. Es la fe la que nos permite reconocer a Cristo, y es su mismo amor
el que impulsa a socorrerlo cada vez que se hace nuestro prójimo en el camino
de la vida. Sostenidos por la fe, miramos con esperanza a nuestro compromiso en
el mundo, aguardando «unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite
la justicia» (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). 15. Llegados sus últimos días, el apóstol Pablo pidió al discípulo
Timoteo que «buscara la fe» (cf. 2 Tm 2, 22) con la misma constancia de cuando
era niño (cf. 2 Tm 3, 15). Escuchemos esta invitación como dirigida a cada uno
de nosotros, para que nadie se vuelva perezoso en la fe. Ella es compañera de
vida que nos permite distinguir con ojos siempre nuevos las maravillas que Dios
hace por nosotros. Tratando de percibir los signos de los tiempos en la
historia actual, nos compromete a cada uno a convertirnos en un signo vivo de
la presencia de Cristo resucitado en el mundo. Lo que el mundo necesita hoy de
manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y
el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente
de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin. «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts
3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo,
el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía
de un amor auténtico y duradero. Las palabras del apóstol Pedro proyectan un
último rayo de luz sobre la fe: «Por ello os alegráis, aunque ahora sea preciso
padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más
preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá
premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo; sin haberlo visto lo
amáis y, sin contemplarlo todavía, creéis en él y así os alegráis con un gozo
inefable y radiante, alcanzando así la meta de vuestra fe; la salvación de
vuestras almas» (1 P 1, 6-9). La vida de los cristianos conoce la experiencia
de la alegría y el sufrimiento. Cuántos santos han experimentado la soledad.
Cuántos creyentes son probados también en nuestros días por el silencio de
Dios, mientras quisieran escuchar su voz consoladora. Las pruebas de la vida, a
la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los
sufrimientos de Cristo (cf. Col 1, 24), son preludio de la alegría y la
esperanza a la que conduce la fe: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co
12, 10). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el
mal y la muerte. Con esta segura confianza nos encomendamos a él: presente
entre nosotros, vence el poder del maligno (cf. Lc 11, 20), y la Iglesia,
comunidad visible de su misericordia, permanece en él como signo de la
reconciliación definitiva con el Padre. Confiemos a la Madre de Dios, proclamada «bienaventurada porque ha
creído» (Lc 1, 45), este tiempo de gracia. Dado en Roma, junto a San Pedro, el 11 de octubre del año 2011,
séptimo de mi Pontificado. BENEDICTUS PP. XVI | |
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